15 de septiembre de 2007

Once upon a Time

Había una vez una pequeña niña. Nació en una familia pobre y numerosa. Eran otras épocas y no abundaba el bienestar económico ni la comida. Ella, sus 6 hermanos, su madre y su padre tenían que sobrevivir con las pocas ganancias que lograban conseguir del arduo trabajo del campo. Pero esto no era suficiente, con lo cual la madre consiguió que las monjas aceptaran a una de las niñas. No sin tristeza, tenía que dejar a la hija al cuidado de las religiosas, pero su pena se regocijaba sabiendo que ésta sería la única hija que lograría leer y escribir como ella nunca lo había aprendido. Podría enterarse de lo que decían los periódicos y no dependería constantemente de la radio. Tampoco tendría que ir a buscar a alguna vecina y pedirle, con vergüenza, que le leyera alguna carta que le enviaba de tanto en tango algún familiar.

Debido al arduo trabajo y las necesidades apenas satisfechas la madre sólo podía ir a ver a su hija una vez al año.

La niña soñaba con su madre, la deseaba, la quería y la extrañaba cada uno de los días. Las monjas la cuidaban severamente, no le faltaba educación, pero todo esto no suplía a su mamá.

Con lo cual la niña creció soñando con estar en el medio del campo, sin saber leer ni escribir pero con sus seres queridos. Su madre, entre sus deseos y sueños se convirtió en un ser intocable y amado, con la misma intensidad que la añoró todos aquellos años y que se sintió abandonada.

Cuando pudo volver a su casa, se encontró que luego de las penurias vividas en sus jóvenes años tenía que confrontarse a los extraños y crueles tratos de sus hermanas. Porque para ellas era la “refinada” de la familia, la que había estudiado para llegar lejos.

Pero esta niña creció, y en la medida que fue más fuerte y adulta, también lo fue el recuerdo del abandono, de quedar sola. Con lo cual se casó con un hombre extremadamente pacífico y manejable. Tuvo dos hijos y siempre se encargó de hacer entender a toda la familia que ella era el centro de ese universo, que todos existían en base a ella, y en consecuencia sus vidas tendrían valor siempre que fuera frente a su persona.

Pero de los dos hijos una fue otra niña. Y la historia esta vez sería diferente. Ella se convertiría en la madre invencible y maravillosa con la que ella soñaba tener en su infancia, y la hija sería la que nunca viviría su vida para no quedarse nuevamente sola. Así se cumpliría el sueño, en su hija, de estar siempre con su madre, y ella convertirse en aquella progenitora idealizada que nunca volvería a reencontrarse con la soledad.

Y así… Había una vez otra niña, ésta tenía a su madre con ella. Pero la tenía todo el tiempo. No podía existir, no podía tener deseos propios, porque si ella existía como individuo podría irse algún día. Con lo cual la madre le entregó todo aquello que ella tenía, sus características, su forma de enfrentar la vida, y también un paquete completo de todos sus miedos. Ya que si lograba que la hija cargara con todos ellos conseguiría estar más tranquila, y por otro lado nunca se quedaría sola.

Así le enseñó que nadie la iba a querer como su madre. Es más, que nadie la iba a querer en serio. Que no debía pensar cosas por sí misma, porque eso era peligroso. Mejor hacer lo que ella dice, que es la que más la quería. Sufrir, no lograr, no ser, y auto compadecerse era la fórmula perfecta para que la niña existiese y encontrará el consuelo y la compañía con su madre.

Y así la hija, cumplió el mandato, se convirtió en el reflejo de la madre. En la persona que “siempre estaría frente a ella”, pero nunca frente a sí misma. Aprendió a existir en el reflejo y ser la imagen que le enseñaron que debía ver y dónde podía existir.

Siembre encontraba relaciones con otras mujeres que le hacían sentir que no servía, que era inferior, y que nunca lograría nada. Aún habiendo muchos delante, ella sólo se reflejaba en esos espejos.

Su vida era una angustia, miedo a vivir. De esa manera podía estar frente a la madre, de esa manera podía cumplir aquel mandato que ya había olvidado pero que obedecía al pie de la letra. Y de esa manera existía en su no existencia.

Hasta que el sufrimiento fue mucho, hasta que ya no daba ningún placer, pero tampoco sabía qué hacer porque el proceso estaba tan enterrado que no se veía.

Como un antropólogo buscó, excavó, se exploró, y fue descubriéndose en su historia y también descubrió la historia de sus progenitores.

Lo que la niña no sabe, que en el paquete que heredó había algo oculto, y era otro mensaje secreto y subyacente que dice: “Hija, se todo lo que yo no puede ser. Libérate de tus miedos que son los míos. Yo sólo te puedo dar los míos y mis herramientas, porque son las únicas que tengo. Sé que si tú te liberas yo tendré que liberarme también. No te lo puedo decir porque me duele, pero hazlo”

¿Y cómo se va a liberar con las mismas herramientas que su madre si esas herramientas son las que no servían? ¿En qué lugar de su historia encontraría la fuerza si lo único que había eran negativas? ¿Quién le podía dar una mano en la historia de su vida cuando todas la empujaban hacia abajo?

Pero llegó un día en el cual, de tanto explorar, de tanto conocer, fue comprendiendo, y la comprensión le fue dando madurez. El conocer dónde estaba la seguía angustiando pero le daba una coordenada. Y en ese viaje al pasado conoció el tiempo y en ese tiempo maduro un poco.

Y un día, cuando fue más fuerte, regresó a su pasado, le tocó hacer una tarea en extremo difícil: Encontrarse con una niña asustada, que inventaba historias porque su familia era “distinta”, que se sentía “diferente” porque le habían enseñado eso para que esté siempre con “los suyos” y no viviera su vida, que era rechazada porque sin darse cuenta obedecía el mandato materno. Y ese día, se encontró con ella misma. Se miraron con miedo, y su pasado le habló.

Le dijo que necesitaba mentir, que era rara, que no tenía con quien hablar, que la marginaban y que nadie la entendía.

La mujer, frente a esa niña, le explicó que sí la querían, que los problemas pasan, que no era mala, ni rara, que sólo le pasaban cosas normales. Y así le fue explicando con cariño y lágrimas todo aquello que esa niña tanto había deseado tener y nunca le habían dado. Pero la niña todavía tenía algo importante que decirle. Y finalmente lo hizo “nadie me quiere”.

En ese momento la mujer la miro, entre lágrimas y le dijo “Sí, yo te quiero”.

Y la que siempre fue niña se convirtió en mujer para consolar a su pasado, y su pasado transformo su futuro.



Sergio Alonso Ramirez
Psicólogo Psicoanalista


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