"Hay algo que debéis entender de mi forma de trabajar. Cuando me necesitáis y no me queréis, debo quedarme. Cuando me queréis, pero ya no me necesitáis, debo irme... Es un poco triste, pero es así"- película: La niñera mágica.

(Sin embargo, a pesar de mi ausencia física, me tendréis allí donde me necesiten)


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27 de julio de 2008

Nunca entenderé porque

Yo siempre me crié tranquilo, sin molestar a nadie. Desde pequeño me gustaba estar en el campo con la familia, juntos, comiendo, bebiendo y otorgándonos unos paseos placenteros por las tierras.
Si algo me caracterizó toda la vida fue mi tranquilidad y ser pacífico, aunque debo admitir, muy celoso y territorial a la vez. Sin embargo mi vida siempre fue muy agradable.
Pero hoy no puedo comprender nada de nada. Aun no sé si estoy encerrado en una pesadilla de la cual nadie me puede o se anima a despertarme o si mi vida ha dado un vuelco tan horrible.
Resulta que estaba tranquilo, con la familia, como siempre, descansando en el prado. Y de golpe un montón de hombres vinieron andando a caballo. Sin venir a cuento, sin que nadie les haya hecho absolutamente nada, me empezaron a agredir. Yo no entendía que sucedía, pero intentaba defenderme. Está claro que no pude con tantos y finalmente me lograron secuestrar. Cuando estuve encerrado en el camión me di cuenta que, hasta el momento, el tema era alejarme de los míos.
Estaba oscuro, olía a encierro, excremento y yo me debatía por escapar. Pero nada puede hacer uno contra el hierro forjado. Escuchaba que entre risas mis secuestradores se reían y decían “este parece que es bravo” ¿Qué tiene de gracioso o alegre que sea bravo mientras me acaban de secuestrar? ¿Acaso ellos no estarían como locos intentando escapar para volver con los suyos?
Finalmente me cansé y dejé de luchar.
Me trasladaban a algún lugar del cual no tenía idea de dónde era. No podía ver casi nada desde mi posición, y con el olor nauseabundo que había en mi habitáculo, menos que menos.
Pero de golpe, y sin que nada tuviera lógica, no sólo abrieron las puertas de mi prisión sino que me impulsaban a salir de ella a punta de palos. Cuando finalmente mis ojos se adaptaron a la brillante luz del día me encontré con un montón de los míos en mi misma situación.
Sin éxito intenté indagar, les pregunté dónde estábamos, que por qué nos hacían esto. Pero todos estaban asustados, nadie entendía nada.
Más allá de esa especie de corral gigante donde nos tenían a todos prisioneros se escuchaba el gentío, eufórico, ardiente, como si tuvieran sed de algo morboso. Como cuando uno escucha una revolución y sabe que vienen hacia el ayuntamiento, enardecidos y con palos.
Yo no sé si venían o no, pero era evidente que nosotros éramos unos pocos y ellos, evidentemente, parecían miles. Tenía miedo como mis compañeros. No sabíamos qué hacer, dónde ir, estábamos completamente indefensos. Y lo peor de todo es que me daba la sensación que nosotros seríamos parte de algún juego perverso. Así como cuando en las épocas antiguas echaban gente a los leones, o los torturaban hasta matarlos por el puro morbo de ver como otro, y no ellos, se encontraban con aquello tan temido. Rezaba para mis adentros porque no fuera así. Quería pensar que los tiempos cambiaron, que las cosas evolucionaron y que ya la crueldad y la perversión a esos niveles estaban controladas.
Pero todo fue hasta que se abrieron las puertas y salieron unos hombres empujándonos por detrás.
Entramos en pánico, no sabíamos que hacer y empezamos a correr, correr sin parar. Y de golpe ya era tarde… Cientos de humanos con la fiebre de la locura y vestidos de blanco y rojo, como si fueran de alguna secta que nos perseguían, se nos tiraban encima, nos empujaban, gritaban y maltrataban.
¿No veían el pánico en mis ojos?
¿No se daban cuenta que no los perseguíamos sino que huíamos de ellos?
Si leen esto seguramente no se podrán figurar la cantidad de humanos allí presentes y los pocos toros que corríamos sin cesar por nuestras vidas. Parece que nuestro pánico les atraía, les gustaba, los hacía felices.
A veces teníamos que pisar a alguno u atacar a otro, no teníamos opción, el punto era salvar la vida propia a como de lugar. Si caíamos gritaban como locos de alegría, y les juro que yo nunca antes había matado a uno de los suyos. Ellos nos acosaban sin descanso ni descaro, se nos tiraban encima, y les importaba poco nuestro terror.
Finalmente llegamos a otra especie de corral gigante donde nos esperaban todos, riendo y alegres por habernos torturado, por haber jugado con nuestro terror y seguramente por haberlo hecho con el propio.
Al final no nos mataron, simplemente nos devolvieron a nuestros hogares donde por más que lo explique nadie lo quiere entender del todo. Porque entenderlo implicaría comprender la posibilidad de la inmensa crueldad de los humanos, y por ende, el riesgo que ello conlleva.
Y no hay día que lo olvide y nunca entenderé por qué. Esos ojos rojos, enajenados, clamando descargar en unos pocos todas sus frustraciones y sus penas. Festejando que entre cientos pudieron con unos pocos. Pero nunca los comprenderé del todo. Si fuera al revés, si pocos humanos se someterían a unos cuantos toros, eso sería una gran tragedia, la gente lloraría y el que no, le dirían insensible, pero si a unos pocos toros nos someten muchos humanos, con crueldad y desprecio, a eso… a eso lo llaman “fiesta”.
Pero… ¿Qué es lo que festejaban?

Sergio Alonso Ramirez
Psicólogo Psicoanalista


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