Ito, que ya hemos conocido, es un perro. Pero él no vive en
el mismo mundo que otros. Cuando sale a la calle vive en uno muy mágico.
Existen los hombres-hojas que en otoño se encargan de recogerlas, llevan raros
artilugios donde esconden ese maravilloso colchón en el cual él salta cuando no
lo ven. Parece que los hombres-hojas son buenos, porque lo miran y se ríen,
pero sus padres le dicen cosas en tonos no muy halagüeños. Luego hay otros
hombres increíbles, son los hombres-viento. Ellos también parece que trabajan
para los árboles, y cuando estos dejan caer sus vestimentas, los
hombres-viento soplan fuerte con unas trompas rectas y vuelan las hojas por
todos lados. A esos hombres Ito no se acerca ya que cuando están soplando hacen
mucho ruido y eso de los ruidos no lo convence mucho. A veces, en la plaza, hay
otros hombres y mujeres excepcionales, son los hombres-ruedas. ¡Sí! así como lo
escuchan, son como los humanos pero con ¡¡¡RUEDAS EN LOS PIES!!! E incluso van
rápido y esquivan a sus amigos (no sabe si ladrarles, perseguirlos, tenerles
miedo o jugar con ellos). Los otros perros son todos amigos, algunos no quieren
jugar y otros sí. No existen para Ito ni la violencia ni los perros malos. Y si
se asusta sus padres rápidamente lo consuelan y enseguida se vuelve a jugar.
Entre otras cosas hay ladrones... ¡Sí señor! Ladrones viles que se llevan esos
manjares que llaman basura. Vienen, y sin ningún reparo, se llevan esas
maravillosas e inalcanzables cajas de plástico llenas de manjares que sus
padres se empeñan, una y otra vez, en que no debe comerse. En ese mundo vive
Ito.
Lautaro, cuando tenía sus 4 años, sabía algo increíble, las puertas pequeñas que se encuentran en las estaciones del metro de Madrid, no eran nada más ni nada menos que la casa de los enanos que salían de noche a limpiar. De día nunca salían porque estaban los metros funcionando y porque dormían, le explicaba su padre. Pero de noche, cuando ya los metros no funcionaban, la puerta se abría y salía el enano de la estación a limpiarla y cuidarla. Eso sí, siempre se le decía a Lautaro que no habrá la puerta, porque si lo despiertan se pone de muy mal humor. Esto para Lautaro era una realidad. De hecho un día vio un enano y le dijo al padre "¡Mira! ¡El enano del metro!".
Ya desde joven percibía algo de las grandes divas argentinas: Cuando comenzaban sus carreras se entregaban a los placeres de la carne, de la fama, de la
mirada de adoración de su público y de sabor del éxito. Sin embargo sus dioses
y realidad cambiaban, pasados los años y llegadas las arrugas, hacia los quirófanos que podían, por un
tiempo, hacer parecer que el tiempo se había detenido. Pero luego, cuando el
mismo, implacablemente, se presentaba, todas se hacían místicas y espirituales
(pero nunca antes…).
Se escucha a un joven en el principio de los 20's y su dios
es Narciso. Su presencia será suficiente para que el mundo lo reconozca y le
venga a presentar las gracias que se merece. Así, con ese cuerpo que dios le ha
dado y un orgullo sostenido por sus padres, el epicentro de su vida es él y su
ego. Luego, al avanzar los años el Dios de muchos sujetos pasa al trabajo
(incluida carreras), a ese espejo que le devuelve una imagen, una ilusión, una
alucinación en otros casos, pero todas sus creencias se mueven en pos de eso
que construye. Y así avanza a la nueva etapa, donde las creencias pasan a
sostener a la familia, las ilusiones, las esperanzas, incluso los delirios, que
viven por ese entonces. Parece que los sostenes en cada situación y momento de
la vida, a pesar que el sujeto cree muy suyas, son más bien proyecciones de lo
que vive que es y necesita sostener. Sin embargo hay algo muy particular. Hay
una época que se suele repetir: El niño vive dependiendo completamente de sus
dioses, frente a la indefensión natural, se debe entregar por completo a sus
padres. Y lo interesante es que en la vejez, después de haber atravesado tantos
dioses simbólicos, se vuelve a los primordiales ahora puestos en la religión.
El sujeto, viendo el final de sus días, con la angustia de no saber que hay más
allá de la muerte, vuelve a un Dios que lo reasegura.
Este escrito no pretende aportar una "realidad"
sino la observación que cada sujeto a partir de una serie de vivencias, pasadas
por un lado, como la herencia de un discurso por otro, o presentes, crea sus
propios sostenes simbólicos que le permiten tener una realidad más o menos
estructurada y mantenerse en pie para así seguir transitando este raro camino
llamado vida. Como si, dentro del batiburrillo de tótems simbólicos que cada
cual tiene, el acento que hace protagonista a una u otra imagen interna se va
moviendo a partir de aquello que el sujeto necesita.
Podríamos entender porque cuando hablamos de Dioses,
política o realidades varias, el sujeto puede llegar a violentarse. Porque en
el fondo, inconscientemente, sabe que no es real, que es un sostén imaginario y
simbólico. Pero a su vez, atentar contra ello es un ataque a "su
realidad" que le permite mantenerse firme, al menos durante una época de
su vida.
Es tan duro para el señor mayor decirle que su dios no
existe como para Lautaro decirle que es mentira que vive un enano tras esa pequeña
puerta del Metro de Madrid.
Sergio Alonso Ramírez
Psicólogo Psicoanalista
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